
Esa cajita de dulces me trae unos recuerdos tan extraños como fascinantes, sobre todo ahora, que escribo bajo los efectos seductores del exceso de azúcar causado por el primer gran furor chocolatoso de cada año.
A ver, vamos por partes. Recién me enteré que los famosos dulcecitos “Sweethearts” no solo regresaron al mercado después de un breve hiato admnistrativo: ahora sus mensajes son de empoderamiento y motivación, por el larrrrrrgo camino por los que nos lleva la covid.
A mí qué más me da lo que escribieran los pedacitos esos de tiza colorida cubierta con hectáreas de azúcar. Se supone que eran para compartir, pero yo era un pequeñísimo cabrón que ya se había dado cuenta de que, en aquellos días cuando el mundo era binario, no iba a obtener mucha admiración por su careta redonda y su cuerpo cuadrado. Iba hasta la tienda de doña Dalila –la mujer más vieja que había conocido después de mi bisabuela– y, con el velloncito que me daban para la merienda, me agenciaba una cajita.
Los devoraba con rabia; lo admito. Destrozaba mis muelitas de estreno mordiendo aquellas cosas infames, comiéndome los “iloveyou” y los “ubemine” con rabia de cachorrito pateado sin razón alguna. Bueno, la verdad es que no la pasé muy bien cuando, en el intercambio de dulcecitos y tarjetas del salón, solamente me dieron una, o dos. Era mi primer concurso de belleza y, con esos tiros, no llegaría ni después del último.
A través del tiempo, mantuve la costumbre. Tan pronto llegaban a la farmacia, me encargaba de tener un buen suplido y endrogarme con esa azúcar pastosa que me dejaba la boca con el sabor amargo de una tiza . Seguí comprando esos corazoncitos en mi vida adulta y los devoraba de esa misma manera irracional, siempre con una rabia estúpida. Eran mi única referencia sobre ese día del amor (y la amistad, porque ahora somos inclusivos).
El 14 de febrero de 2020, todo cambió.
***
Para variar llegué tarde, porque conseguir Uber en un viernes de enamorados es un verdadero suplicio, sobre todo si, para colmo, está lloviendo el diluvio en Santurce. Casi veinte minutos después del texto de anuncio a Pareja, subí hasta el sexto piso. Allí me estaba esperando, con su cartera tan cruzada como su cara. “Nos van a cancelar la mesa”, me espetó.
Bajo el diluvio inesperado, llegamos hasta la calle Loíza. El tipo nos dejó en la esquina, y ya tenía como siete llamadas de viaje en espera cuando nos unimos a la Procesión del Santo Encuentro entre los nenes y las nenas que sí recibieron muchas postalitas en el quinto grado, siguiendo la ruta trazada por el brilloteo, las tacas mojadas, los ruedos enchumbados y los paraguas chorreantes que amenazan ropa y melenas bien planchadas.
Oh sorpresa. Era un restaurante de los de verdad verdadera, de esos que no te enseñan el precio pero te describen hasta cómo le dolía al chef el meñique izquierdo y de ahí se inspiró para la salsa con nieve de trufa. Me hice un hechizo de “al país que fueres” y seguí por ahí comiéndome la pasarela, aunque estaba más perdido que el Cupido que revolotea para apuntar la flecha mientras lucha con el culero bien cargado, y no de corazoncitos.
Después de reportarnos con la anfitriona, una mesera nos recibió encantadísima y nos acomodó en una mesa panóptica, divinamente ubicada para apreciar todo el movimiento de la noche. El remix de las colonias, los polvetes y las melechas encrespadas por la lluvia impertinente era delirante. La mesera recitó todo el menú como la cartilla fonética y luego nos obsequió unas flores.
“Ay, perdón, pero qué bellos se ven ustedes”, nos dijo. Yo me hice el loco y Pareja salió con una de las suyas, jajajaja, la risería y luego, el cumplidito a la piel fabulosa. Miraba todo aquello como si fuera un sueño, incluso, cuando la chica aparecio con sendas ramitas de flores y nos propuso ser nuestra fotógrafa. (Pareja le entregó el suyo, porque yo el mío, ni a los federales.)
“¡Dios mío, qué belloooos! ¡Me encantan!”, dijo ella, con ese pelín de falsedad extra para subir del dieciocho al veinticinco por ciento de propina. Le entregó el celular a Pareja, quien me enseñó la foto –oscura, medio movida, con nosotros dos medio acercándonos, pero de lejos… ¿Un preámbulo del distanciamiento social?
En fin, que me pierdo y no me encuentro. Y este cuento está por ponerse sabrosón.
Con par de copas de Albariño en la cabeza, empecé a fluir como el agua que, precisamente, dejó de caer por el resto de la noche, dejándola con un recuerdito húmedo y fresquito que daba gusto. Pareja no dejó de exaltar la exquisita cena que se comía sin levantar la cabeza, como un obrero. Yo, simplemente, sonreía con las muelas porque vi venir al chico-orquesta que empezaba a acomodarse en una minúscula tarima improvisada junto a la barra.
Después del postre inenarrable (por lo delicioso pero minúsculo), llegó la hora del pago. Pareja se levantó y fue con la muchacha a por lo de la maquinita para pagar porque, después de la lluvia, dizque había problemas con la Internet. Para acelerar la salida, empecé a recoger mis motetes, amontonados a lo loco en un rincón del espacio. Entonces, inexplicablemente, una de mis pulseras rojas –la que llevaba el sello salomónico de la prosperidad amorosa– saltó desde mi muñeca izquierda hasta un punto que no alcancé a ver.
Me chirriaron los dientes, como cuando la maestra escribía con una tiza nueva sobre una pizarra limpia.
Salimos de allí cuando el chico-orquesta comenzaba a cantar el nosetú de Luismi. Para acumular puntos de recompensa –previniendo la segunda parte de la cita– me anticipe a llamar el Uber que llegó justo minuto y medio después que pudimos cruzar la calle.
Nunca supe cuánto costó el embeleco. Pregunté, por la cortesía, pero Pareja me hizo seña de que no me preocupara. A los quince minutos, ya habíamos llegado a la casa silenciosa y allí me encontré de nuevo con mi espíritu. A renglón seguido, Pareja se quitó los zapatos y se sirvió la última copa de la noche, que dejó sobre la mesa de centro para invitarme a bailar, a lo que acepté, halagadísimo. Intercambiamos regalitos –para ti, de Zara; para mí, de Lacoste. Al arrumaco breve que prometía, le siguieron par de bostezos de hipopótamo, que si el cansancio, que si me adelantaron la clienta de las diez para las nueve y media, que si te vas para el campo y me dejas solo mañana y, pues, la noche terminó como todas las demas.
Media hora más tarde, Pareja roncaba y yo extrañaba el malsano dulce de la tiza.
***
Dos dominguitos después, estábamos sentados en su casa, esperando a que se terminaran de asar unas pechugas rellenas. El televisor, perennemente encendido en CNN, hablaba de la crisis que ya se anticipaba en la ciudad de Nueva York ante el alza en los contagios con el novel coronavirus que amenazaba con convertirse en un asunto de grandes proporciones.
Pareja, con su traguito en la mano, se me sentó al lado, me cruzó los muslos con su brazo y miró la televisión.
“Todo eso de la pandemia es un invento de Trump”.
“¿Para qué?”
“Para ganar las elecciones”, dijo, solemne. Yo me cosí la boca, aunque tenía información clínica que, por mi anterior trabajo, tenía que saber.
“Eso va a ser como el sida. Y a mí eso no me mató”, dijo, empujándose otro sorbo. “Están desesperados los republicanos”.
“¿Y qué tú crees que va a pasar?”
“A Trump no hay quién lo tumbe, mi amor. Dirán lo que dicen pero no le han podido probar na-da…”
Con la misma, Pareja se levantó como si la flecha mohosa del Cupido se le hubiera metido en el ojete. Pensé que iba a verificar el estado de las pechugas, pero el pliff plaff de sus pantuflas de cuero se alejó hasta la habitación. Entonces, se acercó nuevamente a la sala, con su bolso de mano. Rebuscó por una esquinita y sacó una tira roja de hilo satinado, toda arrugada.
“Encontré en mi bolso una de las mierdas esas del Kabbalah que tú usas. Yo no sé cómo eso fue a parar ahí”–
No escuché nada más. Cuando alargó la mano, me entregó la tira mustia y confirmé que, en efecto, era la del sello salomónico que augura la prosperidad amorosa. Tenía el broche desprendido de manera tal que no tenía arreglo.
***
Sin dramas ni despedidas, sin recoger mis camisetas ni mis chanclas de playa, el evento antes narrado terminó gracias a la magia de WhatsApp, seguido de un hermoso ritual de block/delete. Tu mundo para allá y el mío por su camino.
Un mes después de la cena, Pareja se sumaba al primero de muchos muertos (muertas y muertes, que la sexualidad es un espectro–dejémoslo ahí).
El sello salomónico que augura la prosperidad amorosa me llegó nuevamente hace un tiempito –a través de Amazon, en un empaque nuevo que, como el primero, viajó desde Tel Aviv.
“Este va por mí, porque cada día me ame más y esté más orgulloso de este espectro inclusivo, diverso, multitudinario, loco perdido que soy yo”, me dije, mientras me lo cruzaba sobre la muñeca izquierda.
Ahora que lo veo en la distancia, aquella noche de febrero fue un espejismo que cumplió su inequívoca misión de retratarme, borroso y movido, en una realidad alterna a mi verdad verdadera, que no era ni en aquel restaurante ni con la mesera divina. Todo comienza desde aquí, desde el amor que uno se da sin chocolates ni ceremonias ni la madre de los tomates.
Finalmente, para que conste en récord: si los corazoncitos de mi niñez enamorada ahora vienen con mensajes de empoderamiento, realmente me importa un soberano culo. Doña Dalila siempre lo supo: cada año, de vellón en vellón por cada cajita, habría de descubrirlo yo mismito.
Estoy seguro que alguna vez los probó y también le supieron a tiza.
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