
Fue en un día como hoy. Sábado, 11 de julio. Hace cinco décadas. A esta misma hora.
Tenía seis años. Había completado el segundo grado, después de saltar el kínder y el primero. Era cachetón –como siempre—y lo único que quería, en ese primer verano de una nueva década, era cantar junto a la jardinerita de Villa Rosa III. Entonces, cuando pasara la guagua de colorines de La familia Partridge, mis hermanos mayores David Cassidy y Susan Dey me llevarían con ellos para conocer el mundo.
Mientras tanto, en Miami, una muchacha de veinte años estaría inquieta, según se preparaba para “la noche final”. Con su mirada verde, repasaba los espacios por donde marcharía, junto con las otras sesenta y tres chicas, cantando We come to Miami Beach /To be in a pageant mientras lucían, sobre su pecho, el nombre de sus países y territorios. Quizás ese nerviosismo se guardaba muy bien detrás de su sonrisa deslumbrante. Daría cualquier cosa por saber qué pensaba en ese momento… Creo que nunca se lo preguntaron o, tal vez, si lo dijo, ya ni se acuerda.
Después de un 1969 tan intenso—tres hombres estadounidenses habían pisado la luna en una mañana de panqueques y la contundencia vocal de Luz Esther había reescrito el Génesis según Venegas Lloveras—nadie imaginaba lo que pasó esa noche. ¿Quién lo iba a saber? Los adultos de la familia no hablaban de esos temas y yo aún no curioseaba ansioso por las páginas de El Mundo y El Imparcial, con los deditos llenos de tinta mientras descubría los crucigramas, descifraba los mensajes del Pozo de la dicha y leía las tirillas de Lorenzo y Pepita y Educando a Papá.
Dos días más tarde, se supo la noticia.

No recuerdo exactamente dónde fue que vi aquella escena que todavía, en estas fechas, me llena los ojos con una lágrima emocionada, distinta. Siempre que pienso en ello, me viene a la mente el nombre de Adela, una señora que le planchaba los uniformes militares a Papi y que siempre me daba un limber cuando íbamos a su casa. No sé por qué me veo en esa casita humilde, admirándola: primero con su vestido de fantasía alusivo a La Perla del Caribe, luego con su traje de baño azul y, finalmente, con aquel vestido imperio con mil capas de chiffon, me reconocía como parte de lo que la muchacha hermosa representaba: su cinta decía PUERTO RICO.
Por eso, en ese momento cumbre, cuando se anunció su triunfo, su grito de emoción fue mío.

Ella era yo.
Su corona, su cinta, su manto y su cetro cayeron sobre mí. Y sobre todos los que, con la ilusión, la sorpresa y la fascinación propias de un triunfo inesperado, nos colgamos sobre sus hombros.
Para abrazarla
Para bendecirla.
Para agradecerla.
Por sentarse en el trono como la reina del universo.
En un segundo, ella escribió su nombre como ícono de la cultura popular del último cuarto del siglo veinte.
Con el tiempo, comprendí que Miss Universo es un producto de promoción, un objeto de admiración pagada. Todos los años, los países se disputan esa gloria que no es más que una distinción subvencionada por auspiciadores, impulsada por un sistema de franquicias nacionales que pagan el derecho a participar del certamen que selecciona a una delegada para servir de portavoz, tanto a causas benéficas como a productos comerciales.
También entendí que ese triunfo, desde una perspectiva política, es un asunto problemático. De repente, el país que reclama su soberanía en eventos como este –así como en las competencias deportivas–todavía se debate entre la ilusión de una autonomía peculiarmente amigable, vinculada con el país que nos invadió en el 1898, y la fantasía de una anexión total a los estados de una nación que todavía nos conserva en un estante, como una colonia de esas que nos regalan en un Secret Santa y no queremos botarla, por si acaso… Curioso resulta ver que ella –la chica trabajadora de Puerto Nuevo, criada por una tía, llena de carencias pero con un porte innnegable y que viajó a Miami Beach to be in a pageant— le arrebató a la beldad estadounidense la oportunidad de recibir los premios y el reconocimiento mediático propios de una celebridad. (Aún hay personas que objetan ese triunfo y que, al ver de nuevo el vídeo de aquella noche, mortifican con la insistencia de que “la americana” era más hermosa que la boricua…)
Igualmente, internalicé que las gestas de muchos otros puertorriqueños eran igual de importantes. Sin embargo, la popularidad se mostraba mucho más generosa con los ídolos que la televisión construía, pintándonos “en vivo vía satélite y a todo color” un mundo lleno de posibilidades infinitas y nos ponía a cantarle “del mar y el sol/del mar y el sol/del mar y el sol”… ¡aaaaa Maaaaaariiiisoooooool!
Todo eso lo sé y estoy en paz con ello.
Sin embargo, prefiero revivir la alegría de las fotos que corté de los periódicos, antes de que se hicieran viejos. Muchas noches soñé con esa corona, con esa cinta, con ese triunfo tan celebrado, con ese recibimiento multitudinario –uno de muchos más que, con el folclor isleño, extrapoló hacia los boxeadores, los atletas y los artistas que obtenían triunfos en sus respectivas encomiendas. Al agradecer a Dios y a Puerto Rico –equilibrados en ese superlativo impresionante–, todavía se nos aviva el fuego del espíritu patrio y formamos bulla, tocamos bocina, explotamos petardos y nos tiramos a la calle porque yo soy boricua pa’ que tú lo sepas.
Yo no le perdí ni pie ni pisada a la reina porque quería ser como ella. Anhelaba repetir su hazaña de alguna manera, dejando atrás todos los miedos que me acechaban en las noches sin que La novicia voladora viniera a rescatarme (porque, con los Partridge, uf, ya no podía contar…)
Todo empezó con ella. Y yo la amaré siempre porque, a los seis años, cuando solo quería cantar paradito al lado de la jardinera azul, me tomó de la mano. Me miró con sus ojos de esmeralda y me encargó la cinta que llevaba en su pecho. Entonces, me sentó en la silla del lirio –como Mamá Anna le llamaba al trono universal que, años más tarde, se oficializó como el de las Miss Puerto Rico que le sucedieron.
Hablándome al oído, ella me dijo que sí, que sonriera, que era perfecto, que era hermoso, el ganador, el único, el más amado, el niño más bello de todos mis universos…
###