
El 3 de enero de 2004 vi a mi papá por última vez.
Postrado en la cama que ya era su lecho mortal, me acerqué a él con reverencia. Frente a la imagen de aquel hombre domado por la enfermedad, convertido en un saquito de huesos, rogaba porque La Muerte no viniera a buscarlo en ese momento porque, de verdad, no estaba como para enfrentar ese mal rato.
Tan pronto percibió mi presencia, sus ojos se clavaron en en los míos con una firme debilidad–el saldo de una prolongada estadía en el Hospital de Veteranos que le mantenía disperso y confuso, además de encamado. Le pasé la mano por la cabeza, con una extraña mezcla de compasión y temor. Al sentir mi toque, movió su mano y yo lo ayudé a que encontrara la mía. Se aferró a ella con las pocas fuerzas que le quedaban. Estrechar su mano era casi como apretar una hoja amortiguada, en vez de seca. Aun así, me trajo el recuerdo de las incontables veces que la levantó contra mí: unas veces sola y, en ocasiones, acompañada de la chancleta, la correa, la escoba y –cómo olvidarlo– con la edición dominical de El Mundo, que enrolló con toda su calma antes de desbaratarla sobre mi espalda a cantazo limpio.

“Papa, ¿quién soy yo?”, le pregunté.
Con un hilo de voz, me llamó por mi apodo, ése que odiaba tanto porque era su nombre y yo no lo quería–al punto que hasta me rehusaba a ponerlo en documentos oficiales, ni siquiera como inicial. No obstante, que en ese momento tan frágil me llamara de esa manera, fue casi como un regalo, el último –quizás, el único– que recibiría de él de manera espontánea, con un amor que transcendía todas las vivencias que, en mi mente rencorosa, seguían guardadas en un cajón que jamás miraba, por temor a que me dolieran tanto como la primera vez.
A renglón seguido, susurró, “mi hijo”, y me apretó la mano.
Entonces, un silencio tan denso como la bruma sahariana del verano pasado se levantó entre nosotros. No era la primera vez.
Muchas veces anduvimos solos, yo de pasajero y él de mala gana, pensando en sabe dios qué cosas. Uno de esos silencios ocurrió cuando apenas tenía yo dieciséis años y ya andaba de “prepa” en la universidad. Él me daba pon hasta la casa de una amiga de aquel tiempo que, a su vez, me llevaba hasta la UPR-Ponce –adonde tuve que ir, en contra de mi voluntad, porque “usté todavía está muy jovencito pa irse solo a San Juan”, sentenció él y yo, con la boca, fruncía mi frustración. En aquellos días, la moda surfer se imponía por fuerza y yo, por supuesto, la seguía porque quería ser cool como los otros, aunque ni nadar sabía. El mullet acicalao –que en el caso de mi pelo dificilito, lucía como una esponja de alambre embarrá de aceite–, las camisas de estampados hawaianos y las chancletas metedeo de cuero duro estampadas con la marca Playero se repetían por todas partes. De todo eso, a Papa le rejodían las chanclas.
“Esas chanclas las usan los patos de Mayagüez” –decía, recordando anécdotas de su fracasado intento por estudiar Veterinaria en el RUM, a principios de los años sesenta. Al parecer, en aquellos tiempos, la plaza mayagüezana era la zona roja en la que los chicos gay se desplazaban, ofreciéndose a los transeúntes, en busca del placer prohibido.
Por supuesto, ya yo era grande: estaba en la IUPI (bueno, en La Regional), fumaba y despertaba con lentitud hacia la independencia de criterio y la toma de decisiones –algunas más acertadas que otras. Así que, cuando cobré el primer cheque de la beca, me fui a Marine World y me compré las chanclas de marras en abierto desafío a la autoridad paterna. Planifiqué mi transgresión hasta el último detalle: a las siete menos cuarto de la mañana, aprovecharía el momento en que Papa se ponía la camisa para subirme al Toyota azul y me colocaría la mochila sobre los pies enchanclados. Hasta ensayé la maroma de abrir la puerta, agarrar la mochila de cierta forma que me permitiera bajarme con la menor exposición posible y salirme con la mía.
Como de costumbre, el silencio nos acompañaba, cómodamente despatarrado en el asiento trasero. Un hilito de sudor me bajaba por la sien y yo, ahí, con cara de palo y el corazón a mil. Ya frente a la casa de la muchacha, le dije “bendición”, abrí la puerta del carro y salí según lo planificado. Respiré hondo y apreté el paso hacia a la casa, por si las moscas. El acto de rebeldía había sido perpetrado sin mayores consecuencias. El resto del día fue estupendamente atroz: las malditas chanclas se convirtieron en mi mayor pesadilla porque, claro, los chicos cool de la universidad tenían carro, y yo no. Así que me tocó andar todo el día con los pies asquerosos, y joderme caminando por la acera caliente en pleno agosto, con aquellos trozos de cuero tostado, flipflop flipflop, hasta la parada de guaguas. Luego, hasta la parada de carros públicos. Y, finalmente, hasta la casa.
De lo que sucedió cuando llegué no recuerdo mucho, pero nunca se me olvida que Papi no perdió la tabla en el momento que, mirando las noticias del canal cuatro, dijo así, como quien no quiere la cosa:
“Te fuiste pa la universidad con las chancletitas, ¿ah?”, me dijo sin mirarme. De nuevo, se espesó el silencio que ahora, frente a su cama del hospital, comenzaba a levantarse. Decidí atravesarlo, con una contundencia que desconocía tener hasta ese momento y le devolví aquella mirada fija que no se apartaba de mí. Su mano seguía fuertemente agarrada de la mía y yo devolví el apretón con firmeza.
“Yo no voy a ser como tú”, le dije.
¿Desafié su autoridad? Puede ser. ¿Reclamé mi poder? Tal vez. ¿Decreté mi destino? Absolutamente.
Dos días después, a las 9:13 de la noche, Papa se quitó el traje de astronauta para emprender su viaje, desnudo de toda humanidad. A eso de las diez, sonó el teléfono y me tocó pasar el mal rato, a solas en mi cuarto, escuchando a lo lejos las celebraciones (y los malditos petardos) de la Víspera de Reyes.
No tengo una foto con Papa. Nada existe que documente que me tuvo en brazos, luciéndome orgulloso de lo bonito que siempre fui. No tengo ninguna evidencia de que alguna vez estuviéramos abrazados, sonriendo, en graduaciones o fiestas, como padre e hijo. Nunca pudo verme como ahora, calvo y con espejuelos, hecho ya un hombre–muy distinto a lo que él habría querido para mí–pero cargado de tantos logros que, efectivamente, superaron sus hazañas, porque le cumplí la promesa: me caí cien mil veces pero no me rajé. Mientras escribo estas palabras, entre lagrimones y carcajadas, hago las paces con ese pasado doloroso para enfocarme en lo importante: a pesar de las diferencias, siempre estuvo ahí, plantado detrás del silencio, invisible para mí –porque me negaba a mirarlo a través del rencor–pero siempre presente. Aunque hubiera preferido ser su pana y hablarle todo y llevármelo por ahí a darnos una cerveza y arreglar el mundo mirando el mar desde el balcón, en esta vida no pudo ser. Y ya, así es. Hecho está.
Ese silencio denso se transformó por uno más liviano y, aunque a veces resuenan las palabras con las que me golpeó sin usar sus manos, reconozco que mi propia voz se impone. Lo mejor de todo ha sido abrir ese cajón de malos recuerdos y quedarme con lo bueno, con el agradecimiento de la lección aprendida. Sobre todo, con la compasión que ahora siento por ese ser que ya no está y que hizo lo mejor que pudo con lo que sabía y lo que entendía–muy probablemente con un miedo mucho más grande por mí que el que yo sentía por él. Porque yo era distinto y él no sabía cómo enfrentarlo.
Papi: ya soy grande y hace mucho que no fumo. Donde estés, siempre me abrazas, porque te siento. Ten por seguro que, en la próxima vuelta, nos amaremos como debe ser, nos sacaremos muchos selfis y te volveré loco de tanto joderte la vida, vacilándome tus malos humores y tus comentarios tan charros.
Te amo: no lo dudes. Lo demás, con todo y chanclas, se puede ir al mismo carajo.
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Me puse en tus chanclas y hasta dolor me dio. Me alegra leer que no le tienes rencor. Eres mas grande que yo.
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