CORAZONES

Esa cajita de dulces me trae unos recuerdos tan extraños como fascinantes, sobre todo ahora, que escribo bajo los efectos seductores del exceso de azúcar causado por el primer gran furor chocolatoso de cada año.

A ver, vamos por partes. Recién me enteré que los famosos dulcecitos “Sweethearts” no solo regresaron al mercado después de un breve hiato admnistrativo: ahora sus mensajes son de empoderamiento y motivación, por el larrrrrrgo camino por los que nos lleva la covid.

A mí qué más me da lo que escribieran los pedacitos esos de tiza colorida cubierta con hectáreas de azúcar. Se supone que eran para compartir, pero yo era un pequeñísimo cabrón que ya se había dado cuenta de que, en aquellos días cuando el mundo era binario, no iba a obtener mucha admiración por su careta redonda y su cuerpo cuadrado. Iba hasta la tienda de doña Dalila –la mujer más vieja que había conocido después de mi bisabuela– y, con el velloncito que me daban para la merienda, me agenciaba una cajita.

Los devoraba con rabia; lo admito. Destrozaba mis muelitas de estreno mordiendo aquellas cosas infames, comiéndome los “iloveyou” y los “ubemine” con rabia de cachorrito pateado sin razón alguna. Bueno, la verdad es que no la pasé muy bien cuando, en el intercambio de dulcecitos y tarjetas del salón, solamente me dieron una, o dos. Era mi primer concurso de belleza y, con esos tiros, no llegaría ni después del último.

A través del tiempo, mantuve la costumbre. Tan pronto llegaban a la farmacia, me encargaba de tener un buen suplido y endrogarme con esa azúcar pastosa que me dejaba la boca con el sabor amargo de una tiza . Seguí comprando esos corazoncitos en mi vida adulta y los devoraba de esa misma manera irracional, siempre con una rabia estúpida. Eran mi única referencia sobre ese día del amor (y la amistad, porque ahora somos inclusivos).

El 14 de febrero de 2020, todo cambió.

***

Para variar llegué tarde, porque conseguir Uber en un viernes de enamorados es un verdadero suplicio, sobre todo si, para colmo, está lloviendo el diluvio en Santurce. Casi veinte minutos después del texto de anuncio a Pareja, subí hasta el sexto piso. Allí me estaba esperando, con su cartera tan cruzada como su cara. “Nos van a cancelar la mesa”, me espetó.

Bajo el diluvio inesperado, llegamos hasta la calle Loíza. El tipo nos dejó en la esquina, y ya tenía como siete llamadas de viaje en espera cuando nos unimos a la Procesión del Santo Encuentro entre los nenes y las nenas que sí recibieron muchas postalitas en el quinto grado, siguiendo la ruta trazada por el brilloteo, las tacas mojadas, los ruedos enchumbados y los paraguas chorreantes que amenazan ropa y melenas bien planchadas.

Oh sorpresa. Era un restaurante de los de verdad verdadera, de esos que no te enseñan el precio pero te describen hasta cómo le dolía al chef el meñique izquierdo y de ahí se inspiró para la salsa con nieve de trufa. Me hice un hechizo de “al país que fueres” y seguí por ahí comiéndome la pasarela, aunque estaba más perdido que el Cupido que revolotea para apuntar la flecha mientras lucha con el culero bien cargado, y no de corazoncitos.

Después de reportarnos con la anfitriona, una mesera nos recibió encantadísima y nos acomodó en una mesa panóptica, divinamente ubicada para apreciar todo el movimiento de la noche. El remix de las colonias, los polvetes y las melechas encrespadas por la lluvia impertinente era delirante. La mesera recitó todo el menú como la cartilla fonética y luego nos obsequió unas flores.

“Ay, perdón, pero qué bellos se ven ustedes”, nos dijo. Yo me hice el loco y Pareja salió con una de las suyas, jajajaja, la risería y luego, el cumplidito a la piel fabulosa. Miraba todo aquello como si fuera un sueño, incluso, cuando la chica aparecio con sendas ramitas de flores y nos propuso ser nuestra fotógrafa. (Pareja le entregó el suyo, porque yo el mío, ni a los federales.)

“¡Dios mío, qué belloooos! ¡Me encantan!”, dijo ella, con ese pelín de falsedad extra para subir del dieciocho al veinticinco por ciento de propina. Le entregó el celular a Pareja, quien me enseñó la foto –oscura, medio movida, con nosotros dos medio acercándonos, pero de lejos… ¿Un preámbulo del distanciamiento social?

En fin, que me pierdo y no me encuentro. Y este cuento está por ponerse sabrosón.

Con par de copas de Albariño en la cabeza, empecé a fluir como el agua que, precisamente, dejó de caer por el resto de la noche, dejándola con un recuerdito húmedo y fresquito que daba gusto. Pareja no dejó de exaltar la exquisita cena que se comía sin levantar la cabeza, como un obrero. Yo, simplemente, sonreía con las muelas porque vi venir al chico-orquesta que empezaba a acomodarse en una minúscula tarima improvisada junto a la barra.

Después del postre inenarrable (por lo delicioso pero minúsculo), llegó la hora del pago. Pareja se levantó y fue con la muchacha a por lo de la maquinita para pagar porque, después de la lluvia, dizque había problemas con la Internet. Para acelerar la salida, empecé a recoger mis motetes, amontonados a lo loco en un rincón del espacio. Entonces, inexplicablemente, una de mis pulseras rojas –la que llevaba el sello salomónico de la prosperidad amorosa– saltó desde mi muñeca izquierda hasta un punto que no alcancé a ver.

drae.com

Me chirriaron los dientes, como cuando la maestra escribía con una tiza nueva sobre una pizarra limpia.

Salimos de allí cuando el chico-orquesta comenzaba a cantar el nosetú de Luismi. Para acumular puntos de recompensa –previniendo la segunda parte de la cita– me anticipe a llamar el Uber que llegó justo minuto y medio después que pudimos cruzar la calle.

Nunca supe cuánto costó el embeleco. Pregunté, por la cortesía, pero Pareja me hizo seña de que no me preocupara. A los quince minutos, ya habíamos llegado a la casa silenciosa y allí me encontré de nuevo con mi espíritu. A renglón seguido, Pareja se quitó los zapatos y se sirvió la última copa de la noche, que dejó sobre la mesa de centro para invitarme a bailar, a lo que acepté, halagadísimo. Intercambiamos regalitos –para ti, de Zara; para mí, de Lacoste. Al arrumaco breve que prometía, le siguieron par de bostezos de hipopótamo, que si el cansancio, que si me adelantaron la clienta de las diez para las nueve y media, que si te vas para el campo y me dejas solo mañana y, pues, la noche terminó como todas las demas.

Media hora más tarde, Pareja roncaba y yo extrañaba el malsano dulce de la tiza.

***

Dos dominguitos después, estábamos sentados en su casa, esperando a que se terminaran de asar unas pechugas rellenas. El televisor, perennemente encendido en CNN, hablaba de la crisis que ya se anticipaba en la ciudad de Nueva York ante el alza en los contagios con el novel coronavirus que amenazaba con convertirse en un asunto de grandes proporciones.

Pareja, con su traguito en la mano, se me sentó al lado, me cruzó los muslos con su brazo y miró la televisión.

“Todo eso de la pandemia es un invento de Trump”.

“¿Para qué?”

“Para ganar las elecciones”, dijo, solemne. Yo me cosí la boca, aunque tenía información clínica que, por mi anterior trabajo, tenía que saber.

“Eso va a ser como el sida. Y a mí eso no me mató”, dijo, empujándose otro sorbo. “Están desesperados los republicanos”.

“¿Y qué tú crees que va a pasar?”

“A Trump no hay quién lo tumbe, mi amor. Dirán lo que dicen pero no le han podido probar na-da…”

Con la misma, Pareja se levantó como si la flecha mohosa del Cupido se le hubiera metido en el ojete. Pensé que iba a verificar el estado de las pechugas, pero el pliff plaff de sus pantuflas de cuero se alejó hasta la habitación. Entonces, se acercó nuevamente a la sala, con su bolso de mano. Rebuscó por una esquinita y sacó una tira roja de hilo satinado, toda arrugada.

“Encontré en mi bolso una de las mierdas esas del Kabbalah que tú usas. Yo no sé cómo eso fue a parar ahí”–

No escuché nada más. Cuando alargó la mano, me entregó la tira mustia y confirmé que, en efecto, era la del sello salomónico que augura la prosperidad amorosa. Tenía el broche desprendido de manera tal que no tenía arreglo.

***

Sin dramas ni despedidas, sin recoger mis camisetas ni mis chanclas de playa, el evento antes narrado terminó gracias a la magia de WhatsApp, seguido de un hermoso ritual de block/delete. Tu mundo para allá y el mío por su camino.

Un mes después de la cena, Pareja se sumaba al primero de muchos muertos (muertas y muertes, que la sexualidad es un espectro–dejémoslo ahí).

El sello salomónico que augura la prosperidad amorosa me llegó nuevamente hace un tiempito –a través de Amazon, en un empaque nuevo que, como el primero, viajó desde Tel Aviv.

“Este va por mí, porque cada día me ame más y esté más orgulloso de este espectro inclusivo, diverso, multitudinario, loco perdido que soy yo”, me dije, mientras me lo cruzaba sobre la muñeca izquierda.

Ahora que lo veo en la distancia, aquella noche de febrero fue un espejismo que cumplió su inequívoca misión de retratarme, borroso y movido, en una realidad alterna a mi verdad verdadera, que no era ni en aquel restaurante ni con la mesera divina. Todo comienza desde aquí, desde el amor que uno se da sin chocolates ni ceremonias ni la madre de los tomates.

Finalmente, para que conste en récord: si los corazoncitos de mi niñez enamorada ahora vienen con mensajes de empoderamiento, realmente me importa un soberano culo. Doña Dalila siempre lo supo: cada año, de vellón en vellón por cada cajita, habría de descubrirlo yo mismito.

Estoy seguro que alguna vez los probó y también le supieron a tiza.

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LO-QUE-ES

 © Dreamstime/Stock

(Eran las diez y cuarto de la mañana. Literalmente las 10:15:05 –lo sé porque miré el reloj tan pronto vi el celular vibrante con la careta de Manolo en la pantalla.

He dormido de más, y lo siento en los ojos y en la espalda. Antes de despertar, soñaba que había vuelto a dar clases y que, después de uno de mis “sermones”, se levantaron muchas, muchas manos. En el sueño, sentí el espeso agarrón de un ataque de pánico que, al despertar, no sé si de verdad ocurrió.)

(PLOP.)

(Por supuesto, el celular dejó de sonar cuando iba a tomar la llamada. Me quedé con el aparato en la mano e hice un silencioso conteo regresivo desde el cinco hasta que el zzzz zzzz zzzz de la insistencia manolesca me supiera a insoportable.)

(PLIP.)

-(CARRASPEO.) Manuela Antonia.

Tu madre. Mira, una pregunta que te voy a decir–

-Hacer.

-Ay diooooj, no empieces, pero óyeme, porque aquí como que he tenido una trifulca con dos pendangas que quieren saber más que yo, y como tú eres maestro de español–

-Nononó, papito, no. Fui, en pasado del verbo “ya no más”, profesor de redacción–

-Loca esssstúpida. ¿Y eso de “redacción” no es español?

-No exactamente… El español es la herramienta que se usa para redactar, pero no s–

-Mira, dímelo ya: ¿tú le distes clase a la gente esa que hablan por la televisión?

(SUSPIRO.)

(Son tantas las aberraciones que ha dicho mi queridísimo Manuel Antonio que no sé por cuál de todas empezar. Así que opté por ignorarlo todo.)

-Manueeeel, Manuelito, mi Manolo amado, mi hermanito santo de mi corazón entero: vamos con calma. ¿Quién es la gente esa?

-Esos disparateros que están to’ el santo día con el maldito lo-que-es.

-¿La muletilla?

Fuente: DRAE

-Juarével. Me tienen jarrrrrrto. “Vamos a hablar ahora de lo que es el tiempo”, “en cuanto a lo que es el béisbol de las grandes ligas”, “tenemos conocimiento sobre lo que es el inminente arresto del sospechoso–

-“…y en cuanto a lo que son los nuevos casos de COVID-19″, bla bla bla. Lo sé y lo sufro, porque no hay necesidad. Lo que es es lo que es y ya. Si voy a hablar de un libro, no tengo que decir, “voy a hablar sobre lo que es un libro. O sea, si puedes quitar la frasecita esa y la oración no pierde sentido–

-¿Ves que tú eres maestro de español?

-(SUSPIRO.) Deja de estar viendo esas porquerías.

-Veo las noticias… y las novelas turcas. Ya sabes que esos hombres, mmm–

-¡Acaba, que tengo cosas que hacer–

-Es que estas pen…dangas de mi trabajo dicen que eso no, que no es disparate, que lo dicen “en un contepsto–

-Jajajajajajajajaja, no me jodas. Me acordaste a aquel estudiante que, cuando le pregunté al grupo, “¿Y cuándo se dice haiga?”, el muy pancho me contestó, “Puej, profe, cuando es una posibilidá… O sea, que es posible que haiga sol, o que haiga mucha fila en el banco–

-Ay Crijto de podel.

-No cojas lucha, papi. Eso es una moda que jode, con cojones, pero pasará. ¿Tú te acuerdas cuando decíamos que todo estaba bien gufiao?

-Cariño, cuando pasó eso mi santa madre me alimentaba con sus pechos–

-Te vas pal carajo, maricona, que tú eres tres meses más vieja que yo.

-Mama, pero no te me agitessss–

-Mira, Manuel: esos seres oyen a los locutores de radio, a los comentaristas. Luego, lo repiten las animadoras, los politicos, las misses, y los analistos–

-…y el Gobesnadol, ¡y hasta el Arzobizco! ¡Te lo digo que es como el maldito covid, carajo! La semana pasada–te acuerdas, que fui a sacarme la sangre– tuve que mamarme uno de esos programas de por la mañana y había una señora cocinando… “Ahora voy a echar lo que es el arroz. Y luego voy a añadirle lo que es la sal y lo que es el aceite”.

-Jajajaja, te van a salir los triglicéridos por las nubes.

-¡No lo dudes! Mira me voy. Ya son las diez y veintiuno. A las y media tengo que estar clavá en la silla como la Maldita Comay, que yo creo que esa también está en la listita negra–

-Adiój, ¿pero ya volviste a la oficina?

-Neneeee. Estoy híbrido, como mi guagua. Ja.

-Ay mira bái.

-No me maltrateeeees. Mira a ver, haz algo, di algo, tú que escribes pal periódico–

-Pero de temas que no tienen que ver con eso. Deja que los perros ladren y sigue tu camino.

-Ay Jojo, tú hablas tan bonito. ¿Por qué nunca fuiste algo así como, ay diooo, un, un ancla de televisión o tuviste, qué sé yo, un… un talk show como los americanos–

-Voy a ser mucho más famoso. Te dejo. Bái.

-¿CÓOOOMO? ¿Y no me piensas contar lo que es

Lo que es esto te lo pasas por lo que es aquello–

-Mira no jodas, que quiero lloraaar. ¡Hasta mi jevo Juan Dalmau lo diceeeee–

-Jajajajajaja, y el papi tuyo Jay Fonse–

-¡MIRA CÁLLATE! ¡BÁI!

-¡TÓMATE LA PASTILLAAAAAA!

(Clic.)

***

(Si usted ha llegado hasta el final de este ameno diálogo entre dos hermanos de vida, por favor, reflexione sobre qué y cómo dice lo que dice. No porque lo escuche de alguien que tiene micrófono y presencia mediática está, necesariamente, correcto.

Corrobore. Averigüe. Razone por sí mismo.

Y, por favor, no diga más esa muletilla, que de verdad, ya jode. Demasiado.)

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ESTRELLITA

El Adoquín Times/Foto suministrada por Myraida Chaves

Pues qué se yó, creo que estaba en cuarto grado, recién instalado en mi pueblo de crianza, por allá por la costa sur.

Es que no me ubico porque, en aquellos años, tenían aquel odioso sistema de “interlocking”: un semestre todas las clases por la mañana –a las 7:30 de la madrugada– y, en el siguiente, a partir de las 12:30 de la tarde. Ese era el turno matador: entre el sueño que te entra después del almuerzo y luego de la jartera de dulces a la hora del recreo, era que agonizabas en aquellos salones apestosos a polvo viejo hasta que dieran las 5:30 p. m. pa’ salir corriendo –bueno, como se podía, de acuerdo con las libritas. Ya habrían pasado Los Picapiedra y, a las cinco, ya iba media hora de las series que presentaba doña Estrella Galaxia, con intervenciones en directo desde su nave espacial que recreaba, oh wow!, el magnífico interior del Gemini 12, la nave espacial de Perdidos en el espacio.

Tonto de mí al pensar que ocurriría un milagro para que saliéramos antes de las cinco. No había forma de que llegara, con aquel odioso maletín verde que tiraba contra la acera y le daba de patadas, hasta subir la cuesta pa llegar a casa. Y así, apestoso a chavo prieto guardao, soñaba con que nada me impidiera plantarme a ver televisión. Nah-ah: había que quitarse el uniforme, ponerlo en un gancho y bañarse. Es que nunca jamás, nunca.

Muy pocas veces pero sí ocurrió, porque me viene, entre neblinas, a la mente. Estrellita, la hija de esta señora intergaláctica setentosa, aparecía en el programa durante la semana. La hija de Doña Estrella tenía su propio programa los domingos por la mañana pero, a esa hora –y en plena faena hacia la primera comunión– ni soñar que pudiera acercarme al único aparato de TV que había en la casa, fuertemente custodiado por el señor que pagaba la luz y el agua –o sea, Papi. No obstante, recuerdo haberla visto en cámara, haciendo actividades para los niños o hablando de alguna cosa que a lo mejor no entendía. Pero me gustaba mirarla –aunque la tele era blanco y negro, evidentemente era rubita y linda linda, con los ojitos vivos, inquietos, como si el mundo le diera piquiña y quisiera rascarse.

(¿O sería aquella ropa de poliéster que le endilgaban como uniforme?)

DRAE.es

Pasaron más de treinta años, libras y calvas antes de que mis ojos pudieran mirarla por fin de frente y en persona. Ya no era tan nena, pero sí era tan linda como me la había imaginado.

Esperábamos en el estudio C del canal 6 a que nos entregaran para comenzar a grabar Gente Grande con Lily, al mando de una de mis mejores jefas, La Vissepó.

Contigo iba al aire en directo de una a dos de la tarde y, si mal no recuerdo, siempre cerraba con un número musical. No sé si fue en uno de los breaks o ya estábamos por allí, desparramaos entre las tarimas de Asi Canta Puerto Rico –o cualquier cosa que sirviera para sentarse. Entonces ella se acercó y empezó el jelengue. Siempre era lo mismo: dondequiera que se paraba, algo decía y empezaba una cháchara en menos de lo que un mono se rasca.

El tema era la televisión en los (malditos) años ochenta –el “maldito” es cariñoso porque, si hubieran existido los celulares, estaría viviendo en Burundi. No sé quién preguntó por qué programa, o quién salía en qué cosa, o en qué año qué, no me preguntes. Solo sé que aquella voz se levantó por encima de las demás y lo dijo sin desparpajos: “Lo han borrao to do” –refiriéndose al reciclaje de cintas de vídeos de archivo en los canales comerciales, en las que se regrababan programas más recientes, una práctica que ocurre mucho más de lo que debería (pero ese es otro tema).

“Aquí hay que hacer algo porque nos van a dejar sin historia. ¿Y qué van a saber esos muchachos que estudian comunicación si no tienen ni una referencia de lo que se hacía antes de nosotros, ¡porque mira que aquí se hizo mucha cosa!”… Y entonces metí la cuchara: hablamos de las novelas, de los programas de Menudo, de Juventud 83… No estoy seguro, pero hacía mucho tiempo había escuchado rumores de que, en los archivos de la televisión local, se habían reciclado los rollos de cinta en los que se conservaba la grabación del Festival OTI en el que Nydia Caro cantó por cantar se había ido en la redada (inconcebible), así como el triunfo del Génesis cantado por Lucecita (imperdonable) y el momento glorioso de Marisol (pecado mortal, excomunión y castigo eterno en las pailas del infierno).

Ya el programa se había ido del aire y empezó el jaleo de cables, la ubicación de las luces y el acomodo de los flats que servían de escenografía. Maikita estaba repartiendo tarjetas y yo estaría pendiente de cualquier asunto para empezar a tiempo: dos programas en tres horas –se dice fácil pero na’ que ver. Me desprendí de la conversación pero tuve que volver, aunque de lejos, cuando alguien comentó algo sobre no sé que cosa. Entonces, cuando me volteé para donde la cháchara, de las entrañas de aquella mujer chiquita y flaquita nació una carcajada de esas que rompen grupo. Sí, porque es que si dices algo después de ese chiste, es que lo jodes.

Ojalá hubiera estado más cerca. Ojalá hubiera sabido de qué iba el chiste. Ojalá la hubiera hecho reír alguna vez. Sin desprenderme de mis responsabilidades de producción, escuché como su voz deliciosa y musical se apagaba, mientras se escurría entre los técnicos hasta salir del estudio.

Ocho años trabajamos en el mismo sitio. Y nunca nos volvimos a encontrar.

Años después, la seguí en Instagram, le daba likes en Facebook y, en par de ocasiones, reaccionó a alguno de mis comentarios con un emoji o una palabra jocosa. Siempre, siempre, sonreía al verla de buenas con la vida, rodeada de sus querencias mientras su trayectoria terrenal comenzaba a diluirse. Creo que nunca llegó a saber cuántas vidas tocó con su historia poderosa. Recuerdo, específicamente, una entrevista que le hizo Yizette Cifredo hace cinco años que me dejó boquiabierto. Su entusiasmo y su efervescencia, su actitud ante la vida y sus retos –incluyendo la enfermedad– la levantaron de muchas crisis para resurgir, crear, evolucionar y, por supuesto, trascender.

Estaba en casa antes de las cinco de la tarde cuando el plin del aviso sonó en mi celular. Ya era noticia que, a eso de las cuatro y media, La Nave Madre vino a recogerla. Aterrizó con mayor velocidad de lo que se pensaba y ella abordó el vuelo eterno sin pensárselo dos veces. Pero esta nave no era como aquella que salía por la pantalla de WAPA cuando yo tenía siete años, ah-ah. Na-da que ver: esta era la de verdad, a to’ suiche, rodeada de cometas, asteroides, supernovas y meteoros, encendidos en plan celebratorio. Entonces dijeron que su mamá, La Gran Estrella, abrió la puerta del vehículo intergaláctico y le extendió los brazos, sonriéndole con alegría inimaginable.

Mira, yo te apuesto pesos a morisquetas a que ella, al ver a su guapa progenitora con el casco plateado y el uniforme poliesteroso de los infames setenta, no pudo contenerse. Y, frente al desconcierto, uno a uno se le descosieron todos los botones de una absoluta carcajada que hoy resuena entre los recuerdos de sus amados, en los momentos más queridos y aun en las sendas de la incertidumbre ante lo que no entendemos.

No me tocó conocerla de cerca en esta vida, así que será en la próxima vuelta–ojalá. Mientras tanto, me consuela saber que ahora mismo está, a pata suelta y muerta de la risa, mirando el espectáculo celestial desde su propia estrellita.

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CONVERSIÓN

“Si busca la iluminación fuera de usted mismo, terminará siendo en vano incluso que realice diez mil prácticas o diez mil actos virtuosos. Es como el caso de un hombre pobre que pasa los días y las noches contando el dinero de su vecino, pero no gana para sí mismo ni media moneda.”.

El logro de la Budeidad en esta existencia”. Los escritos de Nichiren Daishonin, p. 4.

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No recuerdo sí te lo dije: hace siete años profesé mi fe en la práctica del budismo de Nichiren, como miembro oficial de la organización Soka Gakkai Internacional (SGI). Como práctica espiritual, ha sido mi mejor experiencia: no se trataba ya de pasarle el láser al prójimo y luego vamos todos a darrrno el sssaludo de la paz–así mismo lo dice uno de los curas de la Misa Televisada; me da una gracia…

Bueno, pues sí, si así te parece, ni modo: me convertí al budismo. Ahora la cosa va por mi devoción a la Ley Mística de Causa y Efecto, entonando mi gongyo en la mañana y en la noche para recordar mi consagración y, por supuesto, hacer mi daimokunam myoho rengue kyo, o, sea, reafirmar mi fe en la ley mística, visualizando la felicidad que me da estar en paz dentro de mí y conmigo. Pues claro: hay que buscar la felicidad hasta en un estanque fangoso, sobre el que una exquisita flor de loto abrirá su corola con el pudor del primer encuentro, mostrando las semillas en su interior. De igual modo, tanto en el fanguero como en el mármol, somos Uno con el Todo. Eso no es ciencia física, par favaaar.

Oye, pregúntame todo lo que quieras, que yo agarro los topos y ya sabes. Bueno.

Pues como hasta…. Yo te diría que como para noviembre del 2005, yo era un católico práctico muy devoto, siempre mariano –todavía tengo imágenes de la Madre de Lourdes que me recuerdan un milagro extraordinario que llegó a mi vida por la fe –eso te lo cuento después. Ahí descubrí que, cuando La Muerte se te sienta delante, no lo hace con la cara del Cristo sangrante del Viernes Santo, asfixiado por la tortura, demolido por la insensatez, que viene a buscarte pa cobrarte la factura por tanto que tuvo que sufrir y, pues, meterte sin pena en la olla ‘e presión. Na’ que ver: La Muerte siempre se produce pa’ lucir como El Diablo. Siempre viene bien perfumaíto El Condenao–porque así le llamo. Con la gran diferencia que el tipo es como una torre, y trae esa cara de Henry Cavill a la que no se sujeta nadie. Entonces, se regodea y se sieennnnta sobre la butaca más cómoda, bien jallao como El Que Más Rico Estoy, a ver qué le ofrecen… Aunque sea un gummy.

DRAE. es

Yo hablando de Superman y tú te acuerdas del Cristo que había en el cuarto de Mami y Papi. Sialamadre, coño.

Mira: ese Cristo sangrante se marcó en mi mente desde los siete años. Era una figura de medio cuerpo, de yeso pintado –de esas que se vendieron mucho por los sesenta y setenta–, pegada sobre una plancha de plywood. ¿Te acuerdas? Pues en casa hay una que debe costar ahora como 30 pesos, yo qué sé. Esa vaina me daba los terrores de la vida porque yo estaba seguro de que lo veía to-do. ¡Pero cómo no lo voy a saber si me hacían mirarlo cada vez que me cogían en un embusteeeee!

Cuando andaba sospechoso, Papi me ponía allí al frente de esa efigie que, con la sombra que le creaba la lamparita rosa del cuarto, parecía medir cien pies. Yo miraba pa’rriba y Él, con esos ojos de embuste pero que que meten la feca, me pasaba por la máquina de rayos X del aeropuerto para sacarme hasta el último mal pensamiento que tuviera almacenado en mi tierna cabezota. Y, a esa edad, ya tenía muchos–demasiados. De ninguna manera salía vivo de allí si se me zafaba uno…

¿Sabes por qué me abracé al budismo? Porque me sentí tranquilo. De la primera entendí que si una flor de loto es capaz de regalar su belleza al mundo desde un estanque, ¿qué más no podré hacer yo? ¡Transformar el veneno en medicina y curarme, coño! Sanarme de todos los fuetazos que me di en la espalda por no saber jugar baloncesto, porque no podía correr, porque nadie me quería en los juegos, porque me gustaba escribir, porque veía novelas, ay dioj, ¡por tantas cosas estúpidas, por tanto jodío miedo!

Pues eso, de verdad. Yo creo que eso que están hablando por ahí de las terapias es una soberana mierda si lo aprueban pa que cuanto charlatán le dé la gana monte un negocito y empiece a pegarle alambres pelaos, conectaos a una batería de carro, a un pobrecito muchacho que le gusta hacer bizcochos o se sabe de memoria los bailecitos de TikTok. O a una pobrecita nena que se sienta atrás, no tiene novio y le quiere cargar la mochila a Lara, la hija linda de la profesora…

¿Cómo fue? No. No no. Lo que uno es, lo que siente, no tiene nada que ver con lo que tú crees. Punto. Cree en una hoja de yagrumo. En un disco de Madonna. En Marshalls, en tu colección de Sex and the City, en lo que te dé la puta gana, pero sé feliz. Como eres. Porque así como la flor de loto se luce ahí, en medio del fanguero, sin que nadie le diga un coño, ¿quién te tiene que decir cómo tienes que administrar tu vida y meterse en tu cama? Pues mira, que aprendan. Y si no pueden aprender, que breguen. Pero nadie tiene derecho a meterte, a la fuerza, a cualquier estupidez de esas prometiéndote que “es por tu bien” y porque “tienes que ser como naciste” o sabe Dios o Buda (o quien esté allá arriba que coja el teléfono) la sarta de estupideces que te pueden decir o hacer. Incluso pararte delante del Cristo Sangrante en el cuarto porque dices mentiras, coño.

Es más: tan pronto llegue a casa de Mami, voy como una saeta hasta el Cristo ese de yeso pa decirle: “gracias, bróder, por tantos años, y tú perdona pero ya no te tengo miedo porque sé que tú y yo somos uno con el Todo”–

Te digo que nooooooo. No se le van a mover los ojos. Son pintaos, así que no me jodas.

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HISTORIA

Muerte de César (Carl Theodor von Piloty) – Twitter

“¡Cuídate de los idus de marzo!”

William Shakesperare, Julio César (1599)

Hablemos de Historia: durante los tiempos fabulosos del imperio, los romanos conmemoraban el decimoquinto día del mes Martius con festejos varios para celebrar un nuevo año–coincidiendo con la primavera. Entonces, en el año 44 antes de Cristo, las celebraciones tomaron un nuevo giro: resulta que el emperador Julio César había sido advertido previamente por sus consejeros de que sobre él flotaba un presagio ominoso. Sin embargo, Yuyo –como le decían sus panas– se paseaba abiertamente por las galerías de su palacio con su jirafa mascota, roncando de macho valiente y dictador assoluto.

Como le pasa a cada imbécil poderoso, la venganza siempre lo coge por detrás con los calzones a medio pocillo, y a Yuyito El Bello le llegó la hora. En pleno festejo primaveral y, ante la amenaza de una democracia desmadrada, Marco Junio Bruto le asestó al poderoso emperador la famosa puñalá trapera que terminó con su vida. Yuyo fue asesinado porque, aunque le perdonó la vida a muchos de sus traidores, todos sabían que había jodido la República.

Notas Locales: Hace exactamente un año, en pleno idus de marzo, la emperatriz Guanda Primera nos espetó a quemarropa el cierre total del país, a causa de la pandemia del SARS-Cov-19. A pesar de que el Trompeto Esloquillao que presidía los Estados Unidos insistía en que ese virusito era como un catarrito chiquitito que se iría volando como los pajaritos, Guandalicious se amarró bien el Depend –nooooo, no te me pongas changui, que estabas caqui y lo sabes. Eeeentonnceees,Titi Guandi constituyó su famoso Tassssforsss médico, su propio grupo de senadores clínicos que la asesorarían en todas las decisiones del estado frente a la ya pandemia full blast que, al parecer, pudo haber entrado a Pe Erre por dos flancos: aquel famoso Festival Nacional de la Salsa con el doctor panameño, y el crucero Costa Luminosa, que trajo a los turistas italianos…

(A estas alturas, todavía no entiendo cómo y por qué los dejaron desembarcar e, incluso que aquella brillantísima directora de Turismo subió hasta donde el capitán del crucero… ¡a entregarle una fóquin placa! ¿Por quéeeee? ¿Lo hicieron copiloto del Tío Nobel?)

Eeeen fin. Ya, no había vuelta atrás: todo estaría cerrado, tapiado, clausurado, a piedra y lodo, con cadena y canda’o, absolutamente tranca’o. O sea, era eso o morir, no como el pobre Yuyo el Romano apuñala’o por la espalda–en realidad, todo apunta a que el espetamiento mortal fue por la nuca. Ahora, nos mataría un enemigo invisible que llegó a Puertorro, a pesar de que la China estaba bien lejos de Italia… (¿Recuerdan la brillantez intelectual de la egregia epidemióloga que no lo era?) En otras palabras, nos chupó la bruja de la pandemia.

Quedamos encerrados. Patitiesos. Mirándonos de lejos. Destajándonos por el papel de inodoro, los pañitos desinfectantes, el Lysol y el cloro… Con la perse en el supermercado: los guantes, ¡las mascarillas! –a tres por cinco pesos, porque no era como ahora, que las estibas de Costco llegan hasta el techo…

El Mundo En Un Minuto: La Organización Mundial de la Salud preparó un tremendo recurso informativo, a modo de línea de tiempo, que documenta la evolución de la pandemia, dividido por regiones. Los esfuerzos masivos de vacunación se notan más ahora con la intervención activa de los Estados Unidos en el proceso, luego que El Anormal Anaranjado saliera del panorama. En el ámbito local, pueeees sí, eso, que tenemos las estadísticas de casos convalecientes reportados hasta junio o julio del año pasado y, esteeeee, los números cuadran y se descuadran… Averigua tú a ver qué encuentras.

La Encuesta del Día: Su Alteza ya no está en el panorama pero, por supuesto, le hicieron un reportaje en el que contó todo lo que hizo para manejar la situación. Tú lo ves y después me cuentas porque este que te escribe no la aguanta por más de diez segundos. Admito que tengo que darle crédito porque la cosa no estaba fácil, pero no se me olvida que, en medio de todo el bululú de la pandemia, La Doñi Dorada se agenció una campaña política en la que se proclamó como La Jefa… Tú mírala y brega con eso.

La Opinión de Mismo: Obviamente, como toooodo el mundo, me asusté. Pero no te miento: jamás desinfecté una compra. Nunca. Cuando me suscribí a las cajas de productos agrícolas, por supuesto que todo eso lo fregaba bien, porque me lo iba a comer, pero ese ritual de vestirse como un astronauta y auto-fumigarse… Naaada que ver. Una sola vez me puse un “féis shil” y no lo soporté más de tres minutos. Use mascarillas de tela porque las quirúrgicas no se conseguían y mandé a pedirlas en tela con triple forro –muy buenas que me salieron. Eso sí: por mi santa madrecita te juro que mis manos están seis tonos más jinchas que el resto de mi cuerpo. Si las miro bien, creo que puedo verme la sangre mientras corre, esloquillá.

Solamente una vez pensé –por tres nanosegundos– que podía haberme contagiado con el Covid. Me hicieron la prueba del pinchazo y na’ que ver, era puro pánico lo que tenía con tanta vaina, asusta’o por la posibilidad de contagiar a Mama o a mi hermano–¡ellos dependían de mí! Y encima, tenía responsabilidades impostergables en el trabajo… O sea, se me olvidaba hasta mi nombre, en serio: fueron muchas, muchísimas las veces en las que se me fue la memoria de la absoluta mescolanza de tantas cosas todas juntas a la vez exprimiéndome el cerebro… De verdad, eso fue lo más terrible.

Lo peor vino luego que se levantó el encierro y me reencontré con una realidad que no me cayó nada bien. Me convertí en policía del pueblo, regañando a la gente que no respetaba los circulitos en el piso, encabronao todo el tiempo por la pejiguera del supermercado que, aún un año después, sigue tratando esto como el catarrito suavecito del que hablaba El Loco Donald. A doce días del regreso a la normalidad artificial, sentí una terrible puñalada que me atravesó la nuca, tal como le pasó a Yuyo. Fue terrible, mucho peor de lo que pensaba porque no entendía, me daba contra las paredes, lloraba y me preguntaba qué, por qué, para qué… Hasta que entendí y actué conforme a las circunstancias: me lancé al vacío, sin paracaídas ni plan de aterrizaje, con la fe en alto y con la certeza de la buena fortuna que me acompaña, porque creé esta causa para aprender y atreverme, por fin.

Porque sí. Porque ya. Porque esa es la que hay. Fin del comunicado.

Vital Para Mí: Un año después, sigo aquí, con cajas de mascarillas quirúrgicas (porque es lo más fácil). Es cierto que todavía me sube la presión la indiferencia de la muchachería que, con la cara pelá, te mira como dinosaurio cuando empiezas a predicar el sermón de la distancia porque, en el supermercado, ya la gente quiere juntar sus bandejas de bisté con tus cajitas de leche de almendra, como si na’, como si esto ya se hubiera desvanecido. Te confieso que me encanta andar enmascara’o mientras guío porque le digo DE TODO a la gente: hasta me he inventado malas palabras nuevas y maldiciones exquisitas–para la época de elecciones, uf, me puse las botas y el sombrero. Me rejoden los “escútels” que nacieron, crecieron, florecieron y parieron sobre las aceras vacías. Me recontrajode la gente que se sale del circulito en la fila –a veces quiero preguntarles si nunca tuvieron un fóquin libro de pintar.

Sí, tengo rabia. Me jodí estudiando siete años y no me pude graduar, coño. Pero más rabia me da saber que hay gente mala en este mundo que te sonríe y te saluda y te dice cosas lindas mientras te espeta las veinte puñalás del idus maldito y después se quedan mirando pa’l lao. Pero eso se disuelve en el humo del incienso mientras me escucho el alma, en el silencio. En este año, quise defender la democracia del ser humano sensible, colaborador y justo, como pretendieron hacer los senadores romanos del año de las guácaras. Al final te digo: nadie es ayudable y la salvación es individual, así que, sin abandonar mis querencias ni renunciar a mis principios, me cuido yo, porque soy la persona más importante de esta trama. Te sonará como a que me estoy metiendo un poco más de “la medicinal”, pero hasta doy gracias por esto, sobre todo, porque –en medio de toda esta pelotera sin sentido– aprendí a dormir abrazándome, porque me tengo, y no hay puñal que me atraviese la conciencia tranquilita de saber que, aunque sigo metiendo la pata, todavía soy de los buenos.

Extraño el silencio de aquella noche del 15 de marzo, la primera de una “nueva normalidad” que no llegó y jamás vendrá. Por si no te habías enterado, el “mundo mundial” que conocimos hasta hace un año ya cayó frente a la estatua de Prometeo, desangrado. Lo mataron como a Julio César: con una puñalá trapera.

Esa es otra historia.

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MOÑA

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-Bueno, es que aquí no funcionan ni los teléfonos públicos–

(Antes de interrumpir al Manolo –que, con ese comentario, parecería que acaba de salir del DeLorean de Back To The Future y ni se entera que los teléfonos públicos se fueron con Los Panchos hace ya mas de treinta años–te pongo al tanto. Manuel (mi mejor amigo que es un amigo amígo de esos que, cuando se te vacíe una goma o quiera ver Miss Universe, siempre te mandará un mensaje de Juassap pa preguntate, “Loca, ¿kéase?”…

Y mis planes –si los tenía se habrían ido al carajo con el resto de mi libertad pre-pandémica.

Pues Manolo, pa variar, está encabronao. Pero furioso como nunca lo había visto. Anda por la calle –dice él, y yo le creo– defendiéndose de la gente y regañándolos con el sonsonete de Misis Vargas en quinto grado porque no se ponen las benditas mascarillas. Ha estado a punto de meterse en trifulcas –de las que se zafará porque correrá como pa’l “maratón del pavo” en aquel año terrible del ’92. Esa es otra historia.

El caso es que me llamó hace, exactamente, 32 minutos y tres segundos cuando empiezo a escribir estas líneas. Ya como que fue suficiente.)

-Manuel Antonio, tú sabes más que eso–

-No, papito. Tú eres el que tiene que ponerse un zipper.

(Pausa y seguido.)

-Aquí la gente no tiene ni la más cabrona idea de cómo coño vamos a bajar la maldita curva del cabrón covid que me tiene encerrao y de los nervios porque es que ya uno no puede ni ir a la disco ni a Tía (María, ya saben) o al Watu y yo estoy como que malamalamala…

(De eso no tengo duda.)

-Manolo… Tú manejas información muy particular e importante para la gente, por tu trabajo. Yo igual. Sabemos lo que hay. Pero si, por cada persona de esas que se molestan por decirles algo–

-Pues yo les digo hasta culo. (Perdón.) Hasta del mal que van a morir, que será por el jodio covid, ojalá–

-Manolo–

–Porque es que tienen ese covid pintao en la frenteeee–

-Sss sss, eh-eh-eh… Noooooo. Estás juzgandooooooo.

Manolo se descuadró a través del Zoom y yo apagué mi cámara. Es que, sabía, yo sabía que esto iba a terminar así. Conociéndonos de taaaaaaantos años y siglos –parece que se me olvidó que puedo limpiar mi karma de muchas otras maneras menos invasivas–, debería estar curao de espanto con este anormal que adoro como mi mejor mejor panita del mundo entero (y no se enchismen los que leen esto, que ustedes tienen lo suyo)…

(Blip.) Miro mi celular. MANOLO (dos emojis) en mis notificaciones. Respiro hondo.

4:29

Mira loca, perdón, no te enchismes conmigo

4:29

NO estoy enchismao. TÚ me colgaste

4:29

Pérate que es que me quedé sin carga. Este maldito teléfono–

(RING.)

-Ajá, sigue.

-(Suspiro profunnnndo.) Manolo. Te quiero. Eres mi mejor mejor mejooor amigo. Pero tienes que bajarle como 100 rayitas a tu histeria.

-Pero Pepito–

-DÉJAME terminar. (Exhalo encabronamiennnnto.) Yo creo que la salvación es individual. Tú no te forras con el plástico que le ponen a las maletas en el aeropuerto porque no has conseguido la máquina por eBay, o te cuesta un güevo–

-Maricón…

Ya se le zafó una risita, así que el tipo está ya dominao.

-Papi, no puedes ir por ahí como el Enemigo del Pueblo… La gente hace lo que entiende que debe hacer y nosotros también lo nuestro–

-GRAAACIAAAAS. Eso es exactamente lo que estoy haciendo. Es más, ¿tú te acuerdas de Quíntuples en la iupi?

(Cómo olvidar esa maravillosa experiencia de ver a Idalia Pérez Garay y a Paco Prado arrastrándose como dos perras en un teatro a reventar…)

-Claro.

-¿Te acuerdas de aquella que hablaba fañoso y estaba preñá?

-Carlota Morrison. Memorable. Estuvo genial–

-Pues por mi madre que voy a ir a Guolmar a comprar moñas de esas que vienen en caja. Allí las Crismas llegaron yo creo que en marzo.

-A lo mejor ni las quitaron, con todo el jelengue de los temblores–

-Pues no creo porque yo voy a ese Guolmar semanal. Eso es un chiquero.

-¿Y pa’ qué coño vas?

-Ya empezaste a joder. (Pausa y respira hondo.) Mira, lo único que yo quiero es pegarle una moña prieta o violeta en lel pecho) y decirle Ustéeee. Cuando me pregunte que qué me pasa, le diré, “Póngase esa moña to’ los días pa acordarme que eres uno de los que se pone la mascarilla en el pejcuezo–

-Aydiosmío, lo perdimos–

-¡De alguna forma me tengo que proteger. ¡Y tú deberías estar pensando en algo así, a ti que te gusta inventar–

-Mira, Manolito Santo Bello Hermoso de mi Vida Entera, que te amo tanto como este dolor de muelas que tengo ahora–

-¡Tú tienes esa boca podría–

-¡VETE PAL CARAJO!

(Clic.)

4:32

Mera

4:32

De verdá de encojonaste, loca?????????

4:33

Llama, kbronnnn

(Quiero matarlo.)

(RINNNNNNG.)

-Yo creía que, después de grande, se te habían quitado esas niñerías–

¿Qué quieres?

-¡¡¡PONERLE UNA CABRONA MOÑA A TOOOODO EL MUNDO QUE ME ACERQUE PA VER SI CON ESO SE ESPANTAN Y ME DEJAN CAMINAR POR LA VIDA EN PAAAAZZZZ!!!

(Klonopín klonopineo, ¿dónde estás que no te veo?)

-Manolo.

-…

-Manolooo.

-¿QUÉ QUIERES?

-Una moña sí. Negra. Pero no de las de regalo. De las de luto. Pa que todos la llevemos en el pecho. Así, pegá en el mismo corazón. Pa que no se nos olviden los muertos. Los abandonaos, los perdidos, los que matan, las que asesinan, los inocentes, los ejmayaoj, los solos, los pobres, los mudos, los que sufren, coño, los que sufren–

(Vamos por diecinueve minutos de inicio a uno de los días más largos de nuestra historia cuando escribo esto. Porque si no lo hago, no puedo dormir.

Manolo, mi amado Manolo que tanto me habla pero, muchas veces –la mayoría–, es mi espejo para entender lo que en mí se esconde pero, a través de él, se asoma para decirme, “Dale, mi vida, eres bello, eres bueno, eres grande y te mereces TODOOODO lo mejorts.)

Nunca pensé que diría esto, y mucho menos,  lo publicaría. Pero tengo que hacerlo. Porque son demasiados años en silencio.

A veintidós minutos del día más largo de nuestra historia, admito que soy un hombre que vive con la esperanza de pisar una patria libre. Desde siempre. Quizás porque yo siempre he querido serlo. Yo. Libre. Pa hacer lo que me dé la puta gana y vivir la vida que quiero. Porque me la merezco, coño. Porque me he jodido estudiando y trabajando y me da una rrrrabia pensar que hay imbéciles que, con menos educación e inteligencia, se ganan una fortuna y uno siempre mirando pal cumpleaño ajeno, justo en ese silencio empalagao de frosting, que viene después de repartir el bizcocho…

-No es una moña. Es un crespón.

DRAE

12:24

Te amo. (Corazoncitos rojos —uno dos tres cuatro cinco seis siete –ni uno más ni uno menos desde el primer día.)

(Por primera vez, me quitaré la moña luctuosa para dormir tranquilo.

La verdad es que no. Hasta que no haga las tres cruces, no enterraré a mis muertos, que he cargado en mi conciencia por callar, por no ofender, por no llevarle la contraria a Papi, a mi familia, a mis amigos…)

12:34

Yo también te amo, cabrona loca de mierda.

12:34

Estúpida.

12:34

¿Ya sabes por quiénes vas a votar?

12:35

DESDE EL PRIMER DÍA. (Banderita de Pe Erre, corazoncito verde.)

#Patria Nueva es la que hay.

12:35

AAAAAAY QUÉ BELLO ESE HOMBREEEEEE–

12:35

ADIÓS.

1:08

Los crespones son siempre negros, verdá??????

(UGH.)

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ELLA

© Jim Bourdier/AP

Fue en un día como hoy. Sábado, 11 de julio. Hace cinco décadas. A esta misma hora.

Tenía seis años. Había completado el segundo grado, después de saltar el kínder y el primero. Era cachetón –como siempre—y lo único que quería, en ese primer verano de una nueva década, era cantar junto a la jardinerita de Villa Rosa III. Entonces, cuando pasara la guagua de colorines de La familia Partridge, mis hermanos mayores David Cassidy y Susan Dey me llevarían con ellos para conocer el mundo.

Mientras tanto, en Miami, una muchacha de veinte años estaría inquieta, según se preparaba para “la noche final”. Con su mirada verde, repasaba los espacios por donde marcharía, junto con las otras sesenta y tres chicas, cantando We come to Miami Beach /To be in a pageant mientras lucían, sobre su pecho, el nombre de sus países y territorios. Quizás ese nerviosismo se guardaba muy bien detrás de su sonrisa deslumbrante. Daría cualquier cosa por saber qué pensaba en ese momento… Creo que nunca se lo preguntaron o, tal vez, si lo dijo, ya ni se acuerda.

Después de un 1969 tan intenso—tres hombres estadounidenses habían pisado la luna en una mañana de panqueques y la contundencia vocal de Luz Esther había reescrito el Génesis según Venegas Lloveras—nadie imaginaba lo que pasó esa noche. ¿Quién lo iba a saber? Los adultos de la familia no hablaban de esos temas y yo aún no curioseaba ansioso por las páginas de El Mundo y El Imparcial, con los deditos llenos de tinta mientras descubría los crucigramas, descifraba los mensajes del Pozo de la dicha y leía las tirillas de Lorenzo y Pepita y Educando a Papá.

Dos días más tarde, se supo la noticia.

elnuevodia.com

No recuerdo exactamente dónde fue que vi aquella escena que todavía, en estas fechas, me llena los ojos con una lágrima emocionada, distinta. Siempre que pienso en ello, me viene a la mente el nombre de Adela, una señora que le planchaba los uniformes militares a Papi y que siempre me daba un limber cuando íbamos a su casa. No sé por qué me veo en esa casita humilde, admirándola: primero con su vestido de fantasía alusivo a La Perla del Caribe, luego con su traje de baño azul y, finalmente, con aquel vestido imperio con mil capas de chiffon, me reconocía como parte de lo que la muchacha hermosa representaba: su cinta decía PUERTO RICO.

Por eso, en ese momento cumbre, cuando se anunció su triunfo, su grito de emoción fue mío.

DRAE.com

Ella era yo.

Su corona, su cinta, su manto y su cetro cayeron sobre mí. Y sobre todos los que, con la ilusión, la sorpresa y la fascinación propias de un triunfo inesperado, nos colgamos sobre sus hombros.

Para abrazarla

Para bendecirla.

Para agradecerla.

Por sentarse en el trono como la reina del universo.

YouTube.com/beautiesofpuertorico

En un segundo, ella escribió su nombre como ícono de la cultura popular del último cuarto del siglo veinte.

Con el tiempo, comprendí que Miss Universo es un producto de promoción, un objeto de admiración pagada. Todos los años, los países se disputan esa gloria que no es más que una distinción subvencionada por auspiciadores, impulsada por un sistema de franquicias nacionales que pagan el derecho a participar del certamen que selecciona a una delegada para servir de portavoz, tanto a causas benéficas como a productos comerciales.

También entendí que ese triunfo, desde una perspectiva política, es un asunto problemático. De repente, el país que reclama su soberanía en eventos como este –así como en las competencias deportivas–todavía se debate entre la ilusión de una autonomía peculiarmente amigable, vinculada con el país que nos invadió en el 1898, y la fantasía de una anexión total a los estados de una nación que todavía nos conserva en un estante, como una colonia de esas que nos regalan en un Secret Santa y no queremos botarla, por si acaso… Curioso resulta ver que ella –la chica trabajadora de Puerto Nuevo, criada por una tía, llena de carencias pero con un porte innnegable y que viajó a Miami Beach to be in a pageant— le arrebató a la beldad estadounidense la oportunidad de recibir los premios y el reconocimiento mediático propios de una celebridad. (Aún hay personas que objetan ese triunfo y que, al ver de nuevo el vídeo de aquella noche, mortifican con la insistencia de que “la americana” era más hermosa que la boricua…)

Igualmente, internalicé que las gestas de muchos otros puertorriqueños eran igual de importantes. Sin embargo, la popularidad se mostraba mucho más generosa con los ídolos que la televisión construía, pintándonos “en vivo vía satélite y a todo color” un mundo lleno de posibilidades infinitas y nos ponía a cantarle “del mar y el sol/del mar y el sol/del mar y el sol”… ¡aaaaa Maaaaaariiiisoooooool!

Todo eso lo sé y estoy en paz con ello.

Sin embargo, prefiero revivir la alegría de las fotos que corté de los periódicos, antes de que se hicieran viejos. Muchas noches soñé con esa corona, con esa cinta, con ese triunfo tan celebrado, con ese recibimiento multitudinario –uno de muchos más que, con el folclor isleño, extrapoló hacia los boxeadores, los atletas y los artistas que obtenían triunfos en sus respectivas encomiendas. Al agradecer a Dios y a Puerto Rico –equilibrados en ese superlativo impresionante–, todavía se nos aviva el fuego del espíritu patrio y formamos bulla, tocamos bocina, explotamos petardos y nos tiramos a la calle porque yo soy boricua pa’ que tú lo sepas.

Yo no le perdí ni pie ni pisada a la reina porque quería ser como ella. Anhelaba repetir su hazaña de alguna manera, dejando atrás todos los miedos que me acechaban en las noches sin que La novicia voladora viniera a rescatarme (porque, con los Partridge, uf, ya no podía contar…)

Todo empezó con ella. Y yo la amaré siempre porque, a los seis años, cuando solo quería cantar paradito al lado de la jardinera azul, me tomó de la mano. Me miró con sus ojos de esmeralda y me encargó la cinta que llevaba en su pecho. Entonces, me sentó en la silla del lirio –como Mamá Anna le llamaba al trono universal que, años más tarde, se oficializó como el de las Miss Puerto Rico que le sucedieron.

Hablándome al oído, ella me dijo que sí, que sonriera, que era perfecto, que era hermoso, el ganador, el único, el más amado, el niño más bello de todos mis universos…

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CHANCLAS

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El 3 de enero de 2004 vi a mi papá por última vez.

Postrado en la cama que ya era su lecho mortal, me acerqué a él con reverencia. Frente a la imagen de aquel hombre domado por la enfermedad, convertido en un saquito de huesos, rogaba porque La Muerte no viniera a buscarlo en ese momento porque, de verdad, no estaba como para enfrentar ese mal rato.

Tan pronto percibió mi presencia, sus ojos se clavaron en en los míos con una firme debilidad–el saldo de una prolongada estadía en el Hospital de Veteranos que le mantenía disperso y confuso, además de encamado. Le pasé la mano por la cabeza, con una extraña mezcla de compasión y temor. Al sentir mi toque, movió su mano y yo lo ayudé a que encontrara la mía. Se aferró a ella con las pocas fuerzas que le quedaban. Estrechar su mano era casi como apretar una hoja amortiguada, en vez de seca. Aun así, me trajo el recuerdo de las incontables veces que la levantó contra mí: unas veces sola y, en ocasiones, acompañada de la chancleta, la correa, la escoba y –cómo olvidarlo– con la edición dominical de El Mundo, que enrolló con toda su calma antes de desbaratarla sobre mi espalda a cantazo limpio.

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“Papa, ¿quién soy yo?”, le pregunté.

Con un hilo de voz, me llamó por mi apodo, ése que odiaba tanto porque era su nombre y yo no lo quería–al punto que hasta me rehusaba a ponerlo en documentos oficiales, ni siquiera como inicial. No obstante, que en ese momento tan frágil me llamara de esa manera, fue casi como un regalo, el último –quizás, el único– que recibiría de él de manera espontánea, con un amor que transcendía todas las vivencias que, en mi mente rencorosa, seguían guardadas en un cajón que jamás miraba, por temor a que me dolieran tanto como la primera vez.

A renglón seguido, susurró, “mi hijo”, y me apretó la mano.

Entonces, un silencio tan denso como la bruma sahariana del verano pasado se levantó entre nosotros. No era la primera vez.

Muchas veces anduvimos solos, yo de pasajero y él de mala gana, pensando en sabe dios qué cosas. Uno de esos silencios ocurrió cuando apenas tenía yo dieciséis años y ya andaba de “prepa” en la universidad. Él me daba pon hasta la casa de una amiga de aquel tiempo que, a su vez, me llevaba hasta la UPR-Ponce –adonde tuve que ir, en contra de mi voluntad, porque “usté todavía está muy jovencito pa irse solo a San Juan”, sentenció él y yo, con la boca, fruncía mi frustración. En aquellos días, la moda surfer se imponía por fuerza y yo, por supuesto, la seguía porque quería ser cool como los otros, aunque ni nadar sabía. El mullet acicalao –que en el caso de mi pelo dificilito, lucía como una esponja de alambre embarrá de aceite–, las camisas de estampados hawaianos y las chancletas metedeo de cuero duro estampadas con la marca Playero se repetían por todas partes. De todo eso, a Papa le rejodían las chanclas.

“Esas chanclas las usan los patos de Mayagüez” –decía, recordando anécdotas de su fracasado intento por estudiar Veterinaria en el RUM, a principios de los años sesenta. Al parecer, en aquellos tiempos, la plaza mayagüezana era la zona roja en la que los chicos gay se desplazaban, ofreciéndose a los transeúntes, en busca del placer prohibido.

Por supuesto, ya yo era grande: estaba en la IUPI (bueno, en La Regional), fumaba y despertaba con lentitud hacia la independencia de criterio y la toma de decisiones –algunas más acertadas que otras. Así que, cuando cobré el primer cheque de la beca, me fui a Marine World y me compré las chanclas de marras en abierto desafío a la autoridad paterna. Planifiqué mi transgresión hasta el último detalle: a las siete menos cuarto de la mañana, aprovecharía el momento en que Papa se ponía la camisa para subirme al Toyota azul y me colocaría la mochila sobre los pies enchanclados. Hasta ensayé la maroma de abrir la puerta, agarrar la mochila de cierta forma que me permitiera bajarme con la menor exposición posible y salirme con la mía.

Como de costumbre, el silencio nos acompañaba, cómodamente despatarrado en el asiento trasero. Un hilito de sudor me bajaba por la sien y yo, ahí, con cara de palo y el corazón a mil. Ya frente a la casa de la muchacha, le dije “bendición”, abrí la puerta del carro y salí según lo planificado. Respiré hondo y apreté el paso hacia a la casa, por si las moscas. El acto de rebeldía había sido perpetrado sin mayores consecuencias. El resto del día fue estupendamente atroz: las malditas chanclas se convirtieron en mi mayor pesadilla porque, claro, los chicos cool de la universidad tenían carro, y yo no. Así que me tocó andar todo el día con los pies asquerosos, y joderme caminando por la acera caliente en pleno agosto, con aquellos trozos de cuero tostado, flipflop flipflop, hasta la parada de guaguas. Luego, hasta la parada de carros públicos. Y, finalmente, hasta la casa.

De lo que sucedió cuando llegué no recuerdo mucho, pero nunca se me olvida que Papi no perdió la tabla en el momento que, mirando las noticias del canal cuatro, dijo así, como quien no quiere la cosa:

“Te fuiste pa la universidad con las chancletitas, ¿ah?”, me dijo sin mirarme. De nuevo, se espesó el silencio que ahora, frente a su cama del hospital, comenzaba a levantarse. Decidí atravesarlo, con una contundencia que desconocía tener hasta ese momento y le devolví aquella mirada fija que no se apartaba de mí. Su mano seguía fuertemente agarrada de la mía y yo devolví el apretón con firmeza.

“Yo no voy a ser como tú”, le dije.

¿Desafié su autoridad? Puede ser. ¿Reclamé mi poder? Tal vez. ¿Decreté mi destino? Absolutamente.

Dos días después, a las 9:13 de la noche, Papa se quitó el traje de astronauta para emprender su viaje, desnudo de toda humanidad. A eso de las diez, sonó el teléfono y me tocó pasar el mal rato, a solas en mi cuarto, escuchando a lo lejos las celebraciones (y los malditos petardos) de la Víspera de Reyes.

No tengo una foto con Papa. Nada existe que documente que me tuvo en brazos, luciéndome orgulloso de lo bonito que siempre fui. No tengo ninguna evidencia de que alguna vez estuviéramos abrazados, sonriendo, en graduaciones o fiestas, como padre e hijo. Nunca pudo verme como ahora, calvo y con espejuelos, hecho ya un hombre–muy distinto a lo que él habría querido para mí–pero cargado de tantos logros que, efectivamente, superaron sus hazañas, porque le cumplí la promesa: me caí cien mil veces pero no me rajé. Mientras escribo estas palabras, entre lagrimones y carcajadas, hago las paces con ese pasado doloroso para enfocarme en lo importante: a pesar de las diferencias, siempre estuvo ahí, plantado detrás del silencio, invisible para mí –porque me negaba a mirarlo a través del rencor–pero siempre presente. Aunque hubiera preferido ser su pana y hablarle todo y llevármelo por ahí a darnos una cerveza y arreglar el mundo mirando el mar desde el balcón, en esta vida no pudo ser. Y ya, así es. Hecho está.

Ese silencio denso se transformó por uno más liviano y, aunque a veces resuenan las palabras con las que me golpeó sin usar sus manos, reconozco que mi propia voz se impone. Lo mejor de todo ha sido abrir ese cajón de malos recuerdos y quedarme con lo bueno, con el agradecimiento de la lección aprendida. Sobre todo, con la compasión que ahora siento por ese ser que ya no está y que hizo lo mejor que pudo con lo que sabía y lo que entendía–muy probablemente con un miedo mucho más grande por mí que el que yo sentía por él. Porque yo era distinto y él no sabía cómo enfrentarlo.

Papi: ya soy grande y hace mucho que no fumo. Donde estés, siempre me abrazas, porque te siento. Ten por seguro que, en la próxima vuelta, nos amaremos como debe ser, nos sacaremos muchos selfis y te volveré loco de tanto joderte la vida, vacilándome tus malos humores y tus comentarios tan charros.

Te amo: no lo dudes. Lo demás, con todo y chanclas, se puede ir al mismo carajo.

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PASTA

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A las seis y cuarenta de la tarde, más o menos, un sonido fastidioso empieza a escucharse, en escalada, dentro del supermercado.

El aviso automatizado se manifiesta en los celulares de todos los ciudadanos que, huyendo del calor y las multitudes, entramos al supermercado en el último viaje, desafiando la posibilidad real de que el toque de queda me sorprenda acomodando bolsas, cajas, botellas y, ¡oh, gran tesoro!, un frasco de cuarenta onzas de Lysol.

En el terminal, mi futura cajera se transparenta antipática a través de la mascarilla y el escudo facial. Apoderada del hastío de tantas horas de pie en el saluda (como si le gustara), organiza (juntando carne con detergente), cobra (recita el número de la pantalla) y empaca (en eso, la veo muy bien aspectada), La Cajera Antipática imposta un fortissimo solo de boca:

VIENE VIENE LA CHICHARRAAAAAA. VÁMONO QUES TALDEEEE…

DRAE.ES

Oculto tras la trinchera nasobucal que me protege de todo mal y peligro, la observo mientras comparte la experiencia de cobrarle al matrimonio Pastoso –llamémosles, por tradición bíblica, José y María. Uniformados con camisa negra y jeans despintados, llevan sendas mascarillas en sus rostros en los que adivino la poca urgencia que les acompaña. La correa del terminal se desborda con una compra exhorbitante que, presumo, se repartirá en una comarca de al menos doscientas personas.

José Pastoso abre una bolsa y echa tres cositas. Titubea. La abre de nuevo y echa dos cositas más. La cierra. La saca de nuevo y la revisa. Vuelve y la coloca en el carrito número uno –nótese que llevan dos carros repletos de todo lo imaginable. Por su parte, María Pastosa toca todo con su guantes negros: lo acaricia, lo reacomoda, lo quita, lo observa, lo desprecia y lo devuelve. Revisa su celular, abre su carterón Michael Kors, saca su monedero Gucci y extrae una tarjeta –parecería decidida, pero no. De entre los cien mil artículos que aún luchan por lograr el pase a la final en las manos de la cajera, extrae, con actitud ceremoniosa, una caja de rotini.

La contempla. La mira. Lee la etiqueta con detenimiento –pienso que quiere memorizar sus ingredientes. La voltea. La examina. Y, en un inesperado impulso, se aleja del terminal, caja en mano, con la velocidad de una tortuga coja. Mientras ella se aleja, convertida en la representante de Puerto Rico en el certamen Miss Parsimonia, José empaca y desempaca. La Cajera Antipática sigue en lo suyo, afanada, ocultando su boca fruncida.

Plap.

La primera burbujita anuncia el inevitable hervor de mi sangre ante el desespero absurdo de esta imbécil que se regodea como si estuviera en su casa. Admito que, desde que empezó esta vaina del relajamiento en las medidas de distanciamiento social–anunciadas por Esa Señora Que Dicen Que Nos Gobierna– ando con la guardia arriba. Y no es para menos: a mi alrededor observo a dos empleadas del supermercado que se han librado del yugo mascarilloso para chismorrear. Más cerquita, dos muchachos se hablan pegaditos –el uno con la nariz al descubierto, el otro con la mascarilla fruncida sobre el tabique y la boca expuesta– mientras se vacilan la vida en un cuento interminable. Detrás de mí, a menos de tres pies, un señor narra los pormenores del cumpleaños de Elisa allá en casa de Tito y Beba, ajá, sí, y van a traer los nenes–

Entonces, María regresa.

Flota por los aires como la diva que se halla deseable y deliciosa, llevando entre sus enguantadas manos una caja de pasta –por mi madre que es la mismita que se llevó a pasear en plan pasarela. Se escurre delante mío, a tres pulgadas de distancia. Invoco mi súperpoder y me cubro con el mantra más súperpoderoso que mi miente puede invocar en tales circunstancias: cabronapuñetaéchatepallácoñooooooo… Ella, por supuesto, no lo escucha. Otra burbujita de mi sangre hace un plap que se diluye en el suspiro furioso que delatan mis orejas humeantes. Miss María Pastosa se ubica junto a la correa del terminal y, justo cuando va a colocar la caja de rotini sobre la correa, Cajera Antipática violenta todos los códigos de distanciamiento social y, de puro encabronamiento, se la arranca de la mano para terminar la transacción.

Fuck. You. Bitch.

Siete menos cuarto. El guardia de seguridad me hace una seña firme.

-Caballero, múevase hasta el frente de la correa. No ponga nada hasta que yo le diga.

Ya me libro de esta imbécil y su marido que empacan y desempacan, viviendo en un ahora desesperante. María Pastosa paga –cómo dudarlo; ella es quien controla el asunto– y José se alista. Ella mete su monedero Gucci en su carterón Michael Kors y se van, con su sannnnnta passsstaaaa, para ese lugar maraviloso donde viven. Quizás ese exclusivo sector debería llamarse Mansiones de las Soberanas Ventas del Carajo.

-Buenas noches, caballero.

La voz de Cajera Antipática me sorprende: contrario al fuerte sonido de antes, ahora muestra un timbre dulce, amable. Respondo con una suavidad que desconozco–treinta segundos antes la rabia me carcomía los intestinos. Cajera Antipática me mira por dos segundos. PlapPlapPlapPlap–en medio del barullo y la prisa, escucho claramente el hervor de su sangre y lo reconozco. Son las seis y cuarenta y siete, y todavía el tipo de la fiesta está pegao del celular como si fuera su máquina de oxígeno. Y ella tiene mucha hambre, poco salario, dolor en la rodilla, demasiada exposición e incontables horas de majadería pasándole delante, ignorándola. O, peor aún, aplastándola. Con la rodilla en la garganta que ya se siente estrangulada ante la estrechez, la mala leche, la poca estima o, peor aún, la indiferencia.

Con la compra ya empacada –en plan sincronizado entre (Ni Tan) Antipática y Yours Truly– y debidamente desinfectado, me encierro en la seguridad falsa del automóvil y respiro profundo, libre de la trinchera enmascarada. Entonces, retumba en mi conciencia esa voz que siempre me brota de algún punto del abdomen.

Las furias pequeñas, causadas por la indiferencia de algunos, nos distraen de la gran indignación que nos iguala, en el piso, con la injusticia de la muerte de un hombre negro que, para colmo, es mi tocayo–

Se me salen cuatro lágrimas plapplapplapplap.

Tan pendejo yo, perdiendo mi energía en una tonta comemierda, su marido dominao, su compra inmensa y su parsimonia enferma. Mientras tanto, el mundo sigue indignado por quienes alardean de su blanco privilegio para tuitear su incongruencia, hacer lo que les venga en gana, incluso ponernos la rodilla en el cerebro y asfixiarnos la conciencia…

De corazón, doña María, espero que hoy la pasta le quede riquísima.

Y que, por favor, alguna vez se entere. Si es que le da la gana.

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NADA

(TURURIRU-PLIN. TURURIRU-PLIN–)

(Miro el celular y me persigno–el ya abandonado ritual de mis años católicos siempre regresa cuando se trata del gran Manolo. Para quienes no lo conocen, se los presento en diez palabras: es mi amigo desde que éramos pobres, brutos e indocumentados–dice él cuando me presenta a alguno de sus novios. Yo lo ignoro, aunque tiene razón).

-Aló.

-Ay madre. Aborrecío totalllll–

-Mi estado natural. ¿Qué pasó?

Nada.

DRAE.ES

(En la jerga manoliana, nada significa todo. Manuel Antonio se lee todos los periódicos –ya está leyendo los obituarios; preocupante– y mira cuanta cosa hay en la televisión, incluyendo ese programa horrible de las Kardashians. Su lema de vida es simple: “nacimos para morir” –aunque es cierto, el tipo lo sube al nivel de alerta máxima para joderse el hígado por gusto. Admito que me gusta retarlo a ver si le agarra el golpe a la vida y su cambio constante…)

-Es que vi la serie esa del pepinillo que me dijiste y me dejó–

(Gloria a la patria libre y soberana: Cucumber (BBC, 2015) es una serie de ocho capítulos sobre la crisis existencial de un hombre gay que, de camino a los cincuenta años, se enfrenta a todos sus demonios a fuerza de malos ratos y extrañas obsesiones.)

-Sí, es intensa. Pero está muy bien escrita–

-Ay pero es que a ese hombre le pasa de todo y ya tú sabes que yo enseguida me pongo–

-Es una historia, neneeee. No es la verdad.

-Ay sí, pero es que… ¿Cómo es posible que, a esta edad, uno tenga que estar dando bandazos, como perro sin collar, con la brújula apuntando pa’l caraj–

-Entonces no te gustó la serie.

-Ay, es que me dejó mal, mal… Este encerramiento… Uno sin ver a nadie, sin conocer a nadie, sin… Ay Dios mío–

-Tenemos que acostumbrarnos a esto, flaquito.

-Mmjmm. Pero ese hombre de la serie se iba pa’l supermercado y allí veía a otros hombres beeeeellos y el pobre con ese revolú en la cabeza, teniendo un novio tan bueno–

-Manuel, avanza, que estoy escribiendo–

-Ay, es que los gays nos metemos en cada lío… Ya sabes: looking for love in all the wrong places

(Éste está looooco por romper el distanciamiento social.)

-Manuel: meterse en líos, como tú dices, lo hace tooooodo el mundo. Comemos de más, compramos por impulso, dormimos poco, el celular nos traga, desperdiciamos el agua y, pa colmo–

-Nos encaprichamos con lo que no vale la pena.

(Ésa te la compro, Manolete. Además, te ha pasao, mi santo.)

-(SUSPIRO.) A veces tenemos que aprender, a palo limpio, que la vida es y hay que bregar, adaptarse, buscarle la vuelta–

-Ay pues me voy a quedar jamona. Lo sé. Por más que la brujita me diga que lo mío viene y que tenga paciencia… Yo que pensaba que el 2020 por fin me traería un hombre bueno, que me quiera, que me deje cuidarlo y atenderlo–

(Y volveeeemos con la cantaleta. ¿Por qué la gente se empeña en negarse a sí misma y conformarse con el salario mínimo porque buscamos afuera lo que, probablemente, ya está dentro de nosotros?)

-Manuel Antonio, tú no eres sirvienta ni babysitter de nadie–

-Ay sí. Pero es que el hombre de la serie esa estaba bien, con su partner, y pudieron haberse casado y llegar a viejos… Yo creo que lo que él quería… Si el novio hubiera ido con él a hacer la compra, a lo mejor–

-Papi, tengo que terminar de escribir–

-Aborrecío. Como to’ el país. Encima de to–

-Bye.

(BLIP-UMP.)

(Sigo escribiendo y, al rato, BLIP. No quiero mirar el celular, pero la tentación es muy fuerte.)

WhatsApp. MANOLOOOOO. Online.

(No se piensa mover.)

Voy para el supermercado.

(No bien me dispongo a responder–porque ignorar a Manuel Antonio es apagarle el fósforo al diablo justo cuando va a prender las calderas…–BLIP.)

VERDAD Q YA C PUEDE IR A LA PLAYAAAAA? 😛

(Tiro el teléfono sobre el escritorio y respiro profundo. Y, de un no sé dónde muy acertado, brota sobre mi calma una línea maravillosa de Lezama Lima: “Los más dormidos son los que más se apresuran”.)

Q PASOOOOOO??????

Nada, cariño. Disfruta. 🙂

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